Obsolescencia programada: El viejo truco de quedar anticuado

En 2017, Apple reconoció que en la medida que los aparatos sumaban años, deliberadamente se hacían más lentos.

En países como Francia, esta práctica -que afecta a productos diseñados para tener un rápido desgaste y quedar desactualizados en un corto período- es un delito. Sin embargo, el deseo de renovar los aparatos electrónicos, por distintas razones, sigue vigente. ¿Cuál es el futuro de este hábito en un mundo cada vez más contaminado con basura electrónica?


En 1976 la policía y carros para combatir incendios escoltaron su traslado hasta la estación de bomberos 6, en el 4550 de East avenue en Livermore, California. En ese entonces, la ampolleta en funcionamiento más antigua del mundo sumaba 75 años. Hasta hoy sigue encendida.

Para los libros de récords la marca resulta fantástica, pero mucho tiempo antes el negocio de la luz eléctrica no estaba precisamente feliz con la durabilidad de aquellos productos. Tan así, que el 23 de diciembre de 1924 en Ginebra, Suiza, empresas como Phillips, General Electric, Compagnie des Lampes y Osram decidieron que era el momento de limitar su durabilidad a un millar de horas, en vez de las 2.500 en promedio.

Ese mismo año, la industria del automóvil de Estados Unidos atravesaba una crisis por saturación del mercado. Alfred P. Sloan, ejecutivo de General Motors, promovió que para mejorar las ventas era necesario que los consumidores sintieran la necesidad de adquirir nuevos modelos ofertando novedades año a año.

Henry Ford, pionero del negocio, se opuso tenazmente. Sin embargo, la idea caló en distintas manufacturas. “Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”, resumió la revista Printer ‘s Ink en 1928. Hacia 1931 la iniciativa de GM se impuso, superando a la empresa del padre del negocio automotriz.

Al año siguiente, en plena depresión económica, el concepto “obsolescencia programada” fue impulsado desde el gobierno estadounidense, mediante una iniciativa tendiente a fomentar las compras de artículos de uso cotidiano. Un par de décadas más tarde, el diseñador Brooks Stevens -afamado por sus creaciones para autos y motos, entre diversas áreas-, acuñó en 1954 una máxima citada a menudo como la oficialización de la obsolescencia programada: “Inculcar al comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”.

El concepto “obsolescencia programada” fue impulsado desde el gobierno estadounidense, mediante una iniciativa tendiente a fomentar las compras de artículos de uso cotidiano.

Una firma legendaria como Volkswagen se manifestó contraria a la tendencia. Su campaña publicitaria de 1959 fue explícita. “No creemos en la obsolescencia programada. No cambiamos un coche por cambiar”.

Al año siguiente, el libro The Waste Makers, del periodista Vance Packard, atacaba esta filosofía de mercado por ser un “intento sistemático de las empresas de convertirnos en individuos derrochadores, endeudados y permanentemente descontentos”.

Packard planteó dos categorías para entender el concepto. La primera es “obsolescencia psicológica”, donde se inserta la sensación de que el producto es “anticuado”, lo cual da pie al impulso de reemplazarlo.

La siguiente es la “obsolescencia funcional”, en el cual los fabricantes diseñan deliberadamente productos de rápido desgaste susceptibles a fallar, obligando su reemplazo.

Póngase al día

Los estadounidenses observaron en la Estación Internacional Espacial que los rusos suelen mantener sin mayores alteraciones sus sistemas y mecanismos, mientras ellos trabajan año a año por darles alguna variable, por mínima que sea. Las mejoras no son estrictamente necesarias, pero satisfacen la lógica de actualización dominante en Occidente.

Esa política frente a la tecnología permea nuestra cotidianidad. Las actualizaciones de Apple, por ejemplo, son particularmente crueles con sus propios productos. Después de un lustro es prácticamente imposible cargar las mejoras y comienzan a quedar aparentemente obsoletos. Se ralentizan, cierto, pero aún operan. Sin embargo, ciertas aplicaciones ya no son compatibles o la reproducción de videos se dificulta porque requiere la última actualización, que el aparato no puede descargar.

También ha sucedido que las renovaciones del software se transforman en el talón de Aquiles del gigante tecnológico de la manzana mordida. Fue noticia internacional en 2021 que la Organización de Consumidores y Usuarios de Chile, ODECU, lograra una compensación económica de Apple por los modelos de iPhone 6, 6 Plus, 6s, 6s Plus, 7, 7 Plus y SE, todos con obsolescencia programada. 150 mil usuarios se repartieron US$ 3.4 millones de dólares, debido a que sus productos comprados entre 2014 y 2017 evidenciaron fallos a partir de las actualizaciones, incluyendo un consumo más rápido de la batería, equipos sobrecalentados y apagones.

A pesar del acuerdo, Apple se cuidó de asumir que la obsolescencia programada integraba esos equipos, deslizando que solo se trataba de una falla de software. Sin embargo, en 2017 la empresa reconoció que en la medida que los aparatos sumaban años, deliberadamente se hacían más lentos debido al rendimiento de la batería. Por lo mismo, los apagones sucedían “para proteger sus componentes electrónicos”, según la empresa.

Si los productos Apple comienzan a evidenciar fallos a partir del cuarto o quinto año, en el caso de los aparatos Android la vida útil es considerablemente menor.

Cada vez que una batería de litio se carga y descarga sufre una degradación similar a la oxidación, dificultando su misión de proveer energía. El calor y los altos voltajes contribuyen a este deterioro de las baterías.

En marzo de 2020, la firma llegó a un acuerdo que bordeó los 500 millones de dólares con usuarios estadounidenses por teléfonos ralentizados. Luego, en noviembre de ese mismo año, acordaron pagar 113 millones en un caso con consumidores de 30 estados, acusando las mismas prácticas.

No solo los consumidores chilenos y de EE.UU. lograron compensaciones por esta situación, sino también en Bélgica, Italia (donde además hubo una demanda contra los smartphones de Samsung), España y Francia.

En este último país, donde la práctica de la obsolescencia programada es considerada un delito, las firmas Epson, HP, Brother y Canon fueron llevadas a juicio en 2017 por limitar la vida útil de sus impresoras. En el caso de la primera empresa, se estableció que sus equipos integraban un chip cuya función era limitar su vida útil.

Si los productos de telefonía Apple comienzan a evidenciar fallos a partir del cuarto o quinto año, en el caso de los aparatos Android la vida útil es considerablemente menor. Después de 24 meses asoman las primeras señales de deterioro.

El mayor vertedero del mundo en chatarra electrónica y automotriz es la localidad de Agbogbloshie, en Ghana. Foto: Muntaka Chasant.

Es por esto que la Unión Europea planteó una iniciativa que obliga a ambos sistemas a prolongar el ciclo de reparación, aumentar la duración de la batería y, finalmente, incrementar el soporte de las actualizaciones de software.

La intención es garantizar que estos aparatos se mantengan en óptimas condiciones durante cinco años, y que los usuarios puedan repararlos en vez de escuchar la habitual recomendación de que es mejor comprarse uno nuevo.

Según la iniciativa, las baterías deberán aumentar sus ciclos en un 80% como mínimo tras mil ciclos de carga, y que los celulares contengan información explícita sobre su duración, resistencia a caídas y contacto con el agua.

Pura basura

Lo anterior se relaciona con el concepto de economía circular que pretende hacer frente a los 2.500 millones de toneladas de residuos anuales generados por la Unión Europea. Se trata de un modelo de producción y consumo cuyo objetivo es extender el ciclo de diversos productos mediante acciones como compartir, arrendar, reutilizar, reparar y reciclar productos y materias.

En Chile, la basura electrónica -e-waste como se denomina a estos residuos- llegó a las 197 mil toneladas métricas en 2021, cifra que nos ubica en el triste top ten de Latinoamérica de este escalafón liderado por Brasil, con 2.26 millones de toneladas, secundado por México, con 1.29 millones. Le siguen Argentina, Colombia, Venezuela, Perú, Chile, Ecuador, Guatemala, República Dominicana y Costa Rica.

El mayor vertedero del mundo en chatarra electrónica y automotriz es la localidad de Agbogbloshie, en Ghana, donde viven 40 mil personas en 10.5 hectáreas. La población es eminentemente rural, sometidos a un estándar de vida sin dios ni ley con altas tasas de criminalidad. Debido a los desechos metálicos, es considerado como el lugar más contaminado de África, con menores de edad a la búsqueda de materiales reciclables.

Un buen día de trabajo significa cobrar apenas $1.800 por el cobre, mientras los restantes metales rescatados solo implican la mitad de ese valor. El metal rojo se extrae quemando el plástico que lo recubre en fuegos sin control. La totalidad de los elementos desechados a los que está expuesta la población de Agbogbloshie provocan severos daños a la salud, afectando la reproductividad, el sistema nervioso y el cerebro.

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